Arrastrando sus pies por el
húmedo piso del tercer subsuelo del castillo, el hombre de oscuro atuendo
ingresó a la celda del poeta. Pidió a los guardias que se retiraran y apoyó un
candelabro de tres velas sobre el suelo de la celda.
En un rincón, se encontraba
el reo. El hambre, la sed y la permanente oscuridad de la pétrea bóveda le
habían quitado el espíritu vivaz que hubo de mostrar alguna vez, hace ya más de
diez años.
El hombre replegó su capucha
y desplazó la luz hasta ubicarla cerca del sentenciado. Notando que la luz
hacía daño a los ojos acostumbrados a las sombras, el recién llegado sonrió. El
preso se refregó los ojos hasta calmar el dolor y, desgarrando los harapos que
le cubrían la espalda, se arrastró hasta quedar sentado. El suelo era humedad,
transpiración de sótano, el techo, la oscuridad, tan altos eran los muros que
luz de vela alguna llegaba a iluminarlo.
- ¿Así que poeta, no?
El ocupante del lugar
mantenía el silencio con el que estaba acostumbrado a convivir. Quizás temió
que hasta su propia voz le sonara extraña.
- Bueno, aquí hace tiempo
que ya eres nada. Un poeta sin pluma, sin tinta, sin nadie que escuche sus
rimas. ¡Qué pena muchacho! Nada.
El hombre de ropaje pesado
sonreía irónico frente al sufrimiento del reo, libando con placer la tragedia
de aquel despojo que ya parecía resignado a jamás recibir algún tipo de
misericordia humana. Olvidado en el tiempo, ni la muerte se había acercado
hasta su cárcel con mejores intenciones que la de exigirle resignación y paciencia.
- ¡Ay, poeta, ya nada eres,
hasta tu nombre se ha perdido en el olvido! Sabido es por los pocos que te
recuerdan que te hacías llamar... Jezbeth ¿Verdad?.
- Orgulloso estaba de aquel
nombre cuando lo tenía, señor. Jezbeth es el demonio de los prodigios
imaginarios, el de la estafa, protector de mentirosos y embaucadores.
- ¿Y ese era tu orgullo,
pobre diablo? Ese nombre te trajo aquí, por si no lo sabías ¿Y dónde está tu
protector ahora, iluso blasfemo? Yo soy tu verdugo y no lo veo.
- Revolotea a su alrededor.
Hace tiempo que no lo veía. Desde que llegué aquí.
- ¡Oh! Qué miedo, ahora
revolotea a mí alrededor- respondió el hombre entre carcajadas y con voz
tenebrosa.
- Lo trajo usted cuando me
llamó poeta. Gracias.
- Imbécil, eras un pobre
poeta y ahora vas a morir. Dices que hablabas en nombre de Jezbeth, pues di
ahora tu verso último infeliz.
- ¿Qué poeta no habla en
nombre de él? ¿Qué es un poeta sino un mentiroso, un embaucador?
- Bien, pues entonces vamos
a ver en nombre de quién habla el filo de mi espada.
- Tu espada habla en nombre
de lo justo, es por eso que mi vida está a vuestra merced. Solo los talentosos
caballeros han de poseer el temple para decidir cuando es tiempo de que la
existencia de un miserable cese. Sólo los elegidos han de guiar el filo hacia
lo justo. Tú espada habla por ti, hombre, porque en ti confía. Sabe de tu
sabiduría para elegir dónde y cuándo ha de caer su fino borde, sin que haya por
sobre tu persona más que tontos que imaginan obedeces sus deseos. Absurdo negar
sería que tu alma debe estar templada como el metal de la espada que tu brazo
bien domina, pues tanto poder entre tus manos no merece la ignorancia de
quienes sólo ven en ti a un obediente ejecutor; de quienes sólo ven la estampa
de un verdugo que sumiso atiende órdenes ajenas sin usar su sabio juicio.
- ¡Jah! Tienes razón poeta.
Morirás cuando yo quiera- sentenció el verdugo y dando un giro salió, con las
tres luces, del calabozo. Todo volvió a la oscuridad. Los guardias trabaron la
puerta. Entre las sombras se escuchó la voz del poeta murmurar:
- Gracias, Jezbeth.
muy padre :)
ResponderEliminarme gusta!! me gustan los argumentos del poeta.
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