Encontré al señor Dumbar en
el puente que cruza el río que divide la ciudad del afuera. Hacia casi diez
años que no lo veía; desde aquella noche en que dijo firmemente que su idea era
suicidarse. Recuerdo que aquella vez había varias personas, pero que fue a mí
al único que le llamó la atención aquella declaración. El resto de los que
estaban en la reunión conocían a Dumbar un poco mejor que yo, y por lo que
dijeron, luego de que el se retirara, el hombre solía expresar muy seguido su
afinidad para con esa determinación, y que por eso ya nadie le prestaba mayor
atención. Además, según me comentaron, nunca le daba tono de tragedia a su
declaración.
-Dumbar ¿Se acuerda de mí?
El hombre delgado, de mirada
melancólica y transparente, se quedó callado y recorrió mi figura con la vista.
- Nos conocimos en una cena
en la casa de Octavio Fresán, la noche que...
- Ah, sí. ¿Cómo anda esa
gente?
- No sé señor. Hace tiempo
que no los veo.
- Eso fue hace como diez
años- dijo Dumbar, y volvió a clavar su mirada en el río oscuro.
- Sí. Más o menos diez años.
- Qué cosa - exclamó - y
cómo se acuerda usted de mí después de tanto tiempo.
- Bueno, aquella noche usted
había hablado de suicidio y a mí me llamó la atención que...
Dumbar interrumpió el
diálogo con una risa apenas sonora - Claro, usted creerá que yo me despido así
en las reuniones para que los presentes no me olviden.
Yo sonreí - No, pero de ser
así le ha dado resultado. Yo recuerdo el momento en que usted se puso de pie y
con toda la seriedad del caso dijo que se retiraba porque se iba a matar.
- Sí. Y ahora estará
pensando: este viejo es un cretino mentiroso.
- No. Por supuesto que no.
Usted tendría sus razones. Me alegra ver que ha cambiado de parecer.
Dumbar volvió a mirarme y
respondió algo turbado -¿Quién le dijo eso?- Luego giro el cuerpo para quedar
de espaldas al río y frente a mí.
- Bueno, han pasado diez
años.
- Usted se cree que es tan
fácil. Que uno dice voy a terminar con esto y termina así como así. Yo nací con
ese sentimiento, de pequeño fui a parar al hospital tres veces por saltar desde
la cuna al piso. Mi madre, muy religiosa, trato en vano de inculcarme la
convicción de que ese tipo de determinación está en manos de Dios. Con el paso
del tiempo la vida se fue complicando y, como le decía, las cosas no son tan
simples.
- Entiendo.
- Mis padres necesitaban que
yo trabaje y así lo hice. Cuando ellos murieron en el accidente del Bahía
Dolores, yo pude elegir. Trabé todas las puertas y abrí la llave de gas. Vacíe
un frasco de pastillas en mi estómago y acabe con la botella de un whisky que
estaba listo para ser abierto sólo para aquella ceremonia.
Dumbar notaba que yo seguía
atentamente su relato a medida que el sol se ocultaba en su espalda y
desaparecía en el río.
- Algo salió mal. Se escucho
un estallido; debió ser mi maldita costumbre de fumar antes de irme a dormir.
Estuve inconsciente por más de seis meses. Cuando abrí los ojos la vi a ella,
casi una aparición bíblica. Una mujer morena, con sonrisa placida y unas manos suaves;
muy suaves, como su modo de hablar.
Dumbar se quedó en silencio
un instante, encendió un cigarrillo y continuó el relato.
- Era una enfermera, y dicen
que me cuidó como nadie lo hubiera hecho durante tanto tiempo. Lo cierto es que
me casé con ella y que con ella tuve un hijo. Conseguí un nuevo trabajo y
vivimos más de cinco años en una pequeña casa que ella hacía parecer grandiosa.
Un día se cansó de cuidarme y se fue lejos llevándose al hijo.
Yo no me atreví a comentar
todo aquello más que con una mueca o el arqueo de mis cejas.
- Cuando estuve listo
nuevamente, fui elegido representante de mis compañeros en el gremio. No pude
dejarlos solos. Buscaba que me echen exigiendo lo imposible y eso fue peor. La
patronal me decía a todo que sí y los muchachos se creían que yo era un héroe
en vez de un simple suicida buscando que lo retiren del juego. Al final me
pudieron desplazar, pero ya habían pasado cinco años más. De aquel tiempo fue
la reunión en donde nos conocimos.
Sonreí como lo haría un
espectador viéndose entrar en la película.
- Aquella noche llegué a mi
casa y decidí hacer una nota. Un escrito ¿Entiende? Un suicidio sin dejar una
nota no sirve. Bueno, no importa, la cuestión es que advertí que no había nadie
en mi vida como para que leyera esas líneas. Así que escribí y se la lleve a un
amigo que hacía mucho no veía. Él la leyó y me pidió que le diera unos días. Yo
no estaba tan apurado, así que escuche el pedido.
Dumbar consumió el resto de
tabaco que le quedaba y la brasa cayó al agua para apagarse en la oscuridad de
la noche.
- Tres días después, este
amigo, llego a mi casa para comentarme que mi especie de testamento inmaterial
había sido leído por un editor que estaba muy interesado en que yo amplíe mis
notas para ser compiladas en un libro.
Dumbar me miró con desgano y
dio un repentino giro para quedar nuevamente de cara al río que ya no se
distinguía del resto del paisaje nocturno.
- Y aquí estoy.
- ¿Hoy es el día?- le
pregunté con cierto temor.
- ¿Hoy? Hoy no, imposible.
Mañana tengo una reunión en una librería... El contrato... No sé, quizás
después de terminar mi último libro...
- Bueno, me alegra. Digo,
usted está bien ¿no?
- Estoy resignado. Sabe qué,
ya estoy viejo. Quizás todos seamos suicidas resignados a que nos sorprenda la
muerte.
Dumbar me dio la mano y se
retiró con paso tranquilo bordeando el fluido constante de las luces que
cruzaban el puente.
Quizás todo suicida
justifique su acción en el miedo que causa la posibilidad de que la muerte lo
sorprenda a uno. Puede que sea la única elección de vida que les quede a
quienes en la vida no pudieron elegir nunca. Tal vez todo radique en la falsa
fantasía de que la vida viaja por la ruta de las grandes decisiones y no por el
camino angosto y polvoriento de las pequeñas elecciones.
Por unos minutos, así me
quedé: mirando el río que ya no se veía, en el lugar preciso donde el señor
Dumbar, hacía un instante, había estado, quizás, pensando cosas parecidas.