viernes, 3 de agosto de 2012

Cuando Tenga Tiempo Me Suicido


Encontré al señor Dumbar en el puente que cruza el río que divide la ciudad del afuera. Hacia casi diez años que no lo veía; desde aquella noche en que dijo firmemente que su idea era suicidarse. Recuerdo que aquella vez había varias personas, pero que fue a mí al único que le llamó la atención aquella declaración. El resto de los que estaban en la reunión conocían a Dumbar un poco mejor que yo, y por lo que dijeron, luego de que el se retirara, el hombre solía expresar muy seguido su afinidad para con esa determinación, y que por eso ya nadie le prestaba mayor atención. Además, según me comentaron, nunca le daba tono de tragedia a su declaración.
-Dumbar ¿Se acuerda de mí?
El hombre delgado, de mirada melancólica y transparente, se quedó callado y recorrió mi figura con la vista.
- Nos conocimos en una cena en la casa de Octavio Fresán, la noche que...
- Ah, sí. ¿Cómo anda esa gente?
- No sé señor. Hace tiempo que no los veo.
- Eso fue hace como diez años- dijo Dumbar, y volvió a clavar su mirada en el río oscuro.
- Sí. Más o menos diez años.
- Qué cosa - exclamó - y cómo se acuerda usted de mí después de tanto tiempo.
- Bueno, aquella noche usted había hablado de suicidio y a mí me llamó la atención que...
Dumbar interrumpió el diálogo con una risa apenas sonora - Claro, usted creerá que yo me despido así en las reuniones para que los presentes no me olviden.
Yo sonreí - No, pero de ser así le ha dado resultado. Yo recuerdo el momento en que usted se puso de pie y con toda la seriedad del caso dijo que se retiraba porque se iba a matar.
- Sí. Y ahora estará pensando: este viejo es un cretino mentiroso.
- No. Por supuesto que no. Usted tendría sus razones. Me alegra ver que ha cambiado de parecer.
Dumbar volvió a mirarme y respondió algo turbado -¿Quién le dijo eso?- Luego giro el cuerpo para quedar de espaldas al río y frente a mí.
- Bueno, han pasado diez años.
- Usted se cree que es tan fácil. Que uno dice voy a terminar con esto y termina así como así. Yo nací con ese sentimiento, de pequeño fui a parar al hospital tres veces por saltar desde la cuna al piso. Mi madre, muy religiosa, trato en vano de inculcarme la convicción de que ese tipo de determinación está en manos de Dios. Con el paso del tiempo la vida se fue complicando y, como le decía, las cosas no son tan simples.
- Entiendo.
- Mis padres necesitaban que yo trabaje y así lo hice. Cuando ellos murieron en el accidente del Bahía Dolores, yo pude elegir. Trabé todas las puertas y abrí la llave de gas. Vacíe un frasco de pastillas en mi estómago y acabe con la botella de un whisky que estaba listo para ser abierto sólo para aquella ceremonia.
Dumbar notaba que yo seguía atentamente su relato a medida que el sol se ocultaba en su espalda y desaparecía en el río.
- Algo salió mal. Se escucho un estallido; debió ser mi maldita costumbre de fumar antes de irme a dormir. Estuve inconsciente por más de seis meses. Cuando abrí los ojos la vi a ella, casi una aparición bíblica. Una mujer morena, con sonrisa placida y unas manos suaves; muy suaves, como su modo de hablar.
Dumbar se quedó en silencio un instante, encendió un cigarrillo y continuó el relato.
- Era una enfermera, y dicen que me cuidó como nadie lo hubiera hecho durante tanto tiempo. Lo cierto es que me casé con ella y que con ella tuve un hijo. Conseguí un nuevo trabajo y vivimos más de cinco años en una pequeña casa que ella hacía parecer grandiosa. Un día se cansó de cuidarme y se fue lejos llevándose al hijo.
Yo no me atreví a comentar todo aquello más que con una mueca o el arqueo de mis cejas.
- Cuando estuve listo nuevamente, fui elegido representante de mis compañeros en el gremio. No pude dejarlos solos. Buscaba que me echen exigiendo lo imposible y eso fue peor. La patronal me decía a todo que sí y los muchachos se creían que yo era un héroe en vez de un simple suicida buscando que lo retiren del juego. Al final me pudieron desplazar, pero ya habían pasado cinco años más. De aquel tiempo fue la reunión en donde nos conocimos.
Sonreí como lo haría un espectador viéndose entrar en la película.
- Aquella noche llegué a mi casa y decidí hacer una nota. Un escrito ¿Entiende? Un suicidio sin dejar una nota no sirve. Bueno, no importa, la cuestión es que advertí que no había nadie en mi vida como para que leyera esas líneas. Así que escribí y se la lleve a un amigo que hacía mucho no veía. Él la leyó y me pidió que le diera unos días. Yo no estaba tan apurado, así que escuche el pedido.
Dumbar consumió el resto de tabaco que le quedaba y la brasa cayó al agua para apagarse en la oscuridad de la noche.
- Tres días después, este amigo, llego a mi casa para comentarme que mi especie de testamento inmaterial había sido leído por un editor que estaba muy interesado en que yo amplíe mis notas para ser compiladas en un libro.
Dumbar me miró con desgano y dio un repentino giro para quedar nuevamente de cara al río que ya no se distinguía del resto del paisaje nocturno.
- Y aquí estoy.
- ¿Hoy es el día?- le pregunté con cierto temor.
- ¿Hoy? Hoy no, imposible. Mañana tengo una reunión en una librería... El contrato... No sé, quizás después de terminar mi último libro...
- Bueno, me alegra. Digo, usted está bien ¿no?
- Estoy resignado. Sabe qué, ya estoy viejo. Quizás todos seamos suicidas resignados a que nos sorprenda la muerte.
Dumbar me dio la mano y se retiró con paso tranquilo bordeando el fluido constante de las luces que cruzaban el puente.
Quizás todo suicida justifique su acción en el miedo que causa la posibilidad de que la muerte lo sorprenda a uno. Puede que sea la única elección de vida que les quede a quienes en la vida no pudieron elegir nunca. Tal vez todo radique en la falsa fantasía de que la vida viaja por la ruta de las grandes decisiones y no por el camino angosto y polvoriento de las pequeñas elecciones.
Por unos minutos, así me quedé: mirando el río que ya no se veía, en el lugar preciso donde el señor Dumbar, hacía un instante, había estado, quizás, pensando cosas parecidas.

miércoles, 1 de agosto de 2012

El Poeta y el Verdugo


Arrastrando sus pies por el húmedo piso del tercer subsuelo del castillo, el hombre de oscuro atuendo ingresó a la celda del poeta. Pidió a los guardias que se retiraran y apoyó un candelabro de tres velas sobre el suelo de la celda.
En un rincón, se encontraba el reo. El hambre, la sed y la permanente oscuridad de la pétrea bóveda le habían quitado el espíritu vivaz que hubo de mostrar alguna vez, hace ya más de diez años.
El hombre replegó su capucha y desplazó la luz hasta ubicarla cerca del sentenciado. Notando que la luz hacía daño a los ojos acostumbrados a las sombras, el recién llegado sonrió. El preso se refregó los ojos hasta calmar el dolor y, desgarrando los harapos que le cubrían la espalda, se arrastró hasta quedar sentado. El suelo era humedad, transpiración de sótano, el techo, la oscuridad, tan altos eran los muros que luz de vela alguna llegaba a iluminarlo.
- ¿Así que poeta, no?
El ocupante del lugar mantenía el silencio con el que estaba acostumbrado a convivir. Quizás temió que hasta su propia voz le sonara extraña.
- Bueno, aquí hace tiempo que ya eres nada. Un poeta sin pluma, sin tinta, sin nadie que escuche sus rimas. ¡Qué pena muchacho! Nada.
El hombre de ropaje pesado sonreía irónico frente al sufrimiento del reo, libando con placer la tragedia de aquel despojo que ya parecía resignado a jamás recibir algún tipo de misericordia humana. Olvidado en el tiempo, ni la muerte se había acercado hasta su cárcel con mejores intenciones que la de exigirle resignación y paciencia.
- ¡Ay, poeta, ya nada eres, hasta tu nombre se ha perdido en el olvido! Sabido es por los pocos que te recuerdan que te hacías llamar... Jezbeth ¿Verdad?.
- Orgulloso estaba de aquel nombre cuando lo tenía, señor. Jezbeth es el demonio de los prodigios imaginarios, el de la estafa, protector de mentirosos y embaucadores.
- ¿Y ese era tu orgullo, pobre diablo? Ese nombre te trajo aquí, por si no lo sabías ¿Y dónde está tu protector ahora, iluso blasfemo? Yo soy tu verdugo y no lo veo.
- Revolotea a su alrededor. Hace tiempo que no lo veía. Desde que llegué aquí.
- ¡Oh! Qué miedo, ahora revolotea a mí alrededor- respondió el hombre entre carcajadas y con voz tenebrosa.
- Lo trajo usted cuando me llamó poeta. Gracias.
- Imbécil, eras un pobre poeta y ahora vas a morir. Dices que hablabas en nombre de Jezbeth, pues di ahora tu verso último infeliz.
- ¿Qué poeta no habla en nombre de él? ¿Qué es un poeta sino un mentiroso, un embaucador?
- Bien, pues entonces vamos a ver en nombre de quién habla el filo de mi espada.
- Tu espada habla en nombre de lo justo, es por eso que mi vida está a vuestra merced. Solo los talentosos caballeros han de poseer el temple para decidir cuando es tiempo de que la existencia de un miserable cese. Sólo los elegidos han de guiar el filo hacia lo justo. Tú espada habla por ti, hombre, porque en ti confía. Sabe de tu sabiduría para elegir dónde y cuándo ha de caer su fino borde, sin que haya por sobre tu persona más que tontos que imaginan obedeces sus deseos. Absurdo negar sería que tu alma debe estar templada como el metal de la espada que tu brazo bien domina, pues tanto poder entre tus manos no merece la ignorancia de quienes sólo ven en ti a un obediente ejecutor; de quienes sólo ven la estampa de un verdugo que sumiso atiende órdenes ajenas sin usar su sabio juicio.
- ¡Jah! Tienes razón poeta. Morirás cuando yo quiera- sentenció el verdugo y dando un giro salió, con las tres luces, del calabozo. Todo volvió a la oscuridad. Los guardias trabaron la puerta. Entre las sombras se escuchó la voz del poeta murmurar:
- Gracias, Jezbeth.